miércoles, 16 de julio de 2014

Los Ángeles... del infierno

Recién aterrizado en Madrid de un largo viaje procedente de Los Ángeles me pongo a pensar sobre lo que he visto en los últimos días. Vengo del país adonde muchos ansian llegar para cumplir su perdonal sueño americano. Del país donde te prometen y aseguran el éxito. Allí, donde pasas de cero a cien en tu currículo en menos tiempo de lo que tardas en abrir y cerrar los ojos.  

Bien, puede ser cierto, no lo dudo, pero luego está la realidad. Esa que no sale en las guías de viajes. Esa que evitan que veas en los tours. Esa que hasta los GPS no quieren que veas. Esa que, esta vez, he visto yo. 

En Los Ángeles puedes estar pisando las estrellas de los famosos, guapos y ricos actores de Hollywood mientras esquivas a decenas de personas que sobreviven durmiendo en las aceras. 

En Los Ángeles puedes ir con tu Mustang descapotable de alquiler a cualquier playa del norte como Santa Mónica, Malibú, Santa Bárbara... o a cualquiera del sur como Newport, La Jolla... donde es más que probable que tu coche parezca sacado de un todo a cien comparado con lo que por allí pasean. Como digo, puedes ir a cualquiera de esas playas y mientras buscas sitio en las calles cercanas a la línea de playa, te vas encontrando cadáveres vivientes mendigando por un chusco de pan o una colilla de tabaco. 

En Los Ángeles puedes probar suerte e ir en transporte público, ya sea tren, metro o autobús para ir de un punto A a un punto B. En esos largos trayectos ves esos que se dieron de bruces con el cabecero de la cama al despertar de ese sueño que tanto les juraron. Ves a gente que lo más nuevo que han estrenado en los últimos años es ese litro de lágrimas que caen por su rostro día a día. 

Ves a esa madre adolescente que se escapa al mall pintada de arriba a abajo y te dice que lo único que va a hacer es pensar que compra algo mientras recorre los escaparates pues en realidad no puede comprar nada ya que en casa de su tía le espera ese hijo que tuvo en el colegio con un sinvergüenza que los abandonó. 

Ves, sí, en esa parada de autobús, a una mujer que aparenta 70 pero que no debe de pasar de los 40, levatarse las faldas para hacer pis dentro de la misma taza morada de los Lakers donde debe de desayunar, y que una vez terminado lo introduce en una botella vacía de agua, la cierra, la guarda, limpia con un papel la taza, la guarda en su bolsa de trastos, se sacude la falda, saca su dolar con veinticinco centavos que le ha costado horrores conseguir, paga su viaje, se sienta a tu lado y suspira que está harta de vivir. Te bajas del autobús y de regreso al maravilloso hotel te cruzas con una joven que grita y pide ayuda desconsoladamente por que el mendigo que duerme delante del Starbucks donde ella trabaja se desploma al suelo y pierde el conocimiento. Nadie ayuda por miedo... asco, repugnancia y odio es lo que sus caras delatan... se acerca una ambulancia le hacen la reanimación, con la buena, o mala suerte, de salvarle la vida. 

Los Ángeles, allí donde ves que dos policías en moto persiguen a un chico de no más de doce años, le alcanzan, le tiran al suelo a punta de pistola, le esposan y todo... todo por que ha robado un monopatín y yo pensando que era la versión joven de Bin Laden que estaba preparando el próximo 11S. 

Los Ángeles... Los Ángeles del infierno. Ciudad donde puedes pasarlo en grande en las atracciones de Disney, Estudios Unversal o Lego Land pero donde la verdadera y más macabra montaña rusa está en sus propias calles, en sus aceras. 

viernes, 4 de julio de 2014

Denver, 1989

Terminado octavo de EGB de una forma mediocre se decide en mi casa que el curso siguiente lo realizaré en EEUU. A mi me daba un poco de canguele, la verdad, pero por otro lado, mi hermano mayor estudió 1º BUP allí y tampoco le fue tan mal.

Casi a finales de ese verano salía el avión con el grupo que estudiaríamos en Denver, Colorado, ese año. Eramos unos pocos más que veinte. Todos de 17 o 18 años menos otro estudiante y yo, que teníamos 13. Al llegar al avión, tras las despedidas de nuestras familias, el coordinador que nos acompaña nos entrega un sobre a cada uno con una fotografía de nuestra "nueva familia" pegada a un papel donde estaba impresa la dirección de la casa donde viviríamos. Cada uno de nosotros imaginaba historias viendo aquellas fotografías. Como es normal, minutos después de que la señal de cinturones se apagase, nos levantamos para enseñar nuestras fotos al resto y cotillear las suyas. Algo raro ocurrió. Había fotos repetidas pero con direcciones diferentes. Y direcciones iguales con fotografías distintas. El coordinador lo achacó a un error a la hora de prepar los sobres.



Largas horas después, tras hacer escala en cierto aeropuerto que no recuerdo, aterrizamos en el aeropuerto de Denver. Contábamos los minutos por conocer a nuestras familias. Cual fue nuestra sorpresa que al salir a la zona de llegadas, con nuestros carros llenos de maletas, solo había una señora esperándonos. Segundo chasco. Nos contaron que pudo ser un error, otro, al enviar la fecha de llegada al delegado en Denver. Nos envían a un hotel, supuestamente para una noche. Al final, pasamos una semana en el hotel y casi dos en un rancho.

Todas las mañanas salía una furgoneta desde el rancho a hacer una ruta por varios colegios de la ciudad con el único propósito de presentarnos a los estudiantes para que rogasen a sus padres que nos acogiesen a alguno de nosotros. El procedimiento era el mismo que un certámen de Miss España. Eramos objetos de subasta. Nos presentábamos y decíamos nuestras virtudes para así poder convencer a alguno de los allí presentes.

A mi me eligió un estudiante mayor que yo de origen oriental. Nos dirigimos a su casa y nos recibieron sus padres, él vietnamita, ella china. Hablaban peor inglés que yo. Sus hijos no, ellos lo dominaban. El delegado y el matrimonio se quedaron estudiando la documentación en el salón. El hijo que me eligió me enseñó el que sería mi cuarto. Bajamos unas escaleras y cuando creí que abriría una puerta a un maravilloso dormitorio me encontré con un garaje lleno de trastos y un viejo coche que parecía que no usaban mucho. A su lado, mi cama, un colchón tirado en el suelo. Fingí mi agrado con una falsa sonrisa y le pedí que me dejara vaciar mis maletas. Al saber que llegó al piso de arriba corrí hacia un teléfono que vi colocado encima de una caja de madera. Marqué en décimas de segundo los trece dígitos para dar con mi casa de Madrid. Sonó el tono dos o tres veces, era de madrugada en casa, y contestó mi padre. No le dejé hablar. Le conté lo que estaba viendo y viviendo en esos instantes. Me pidió hablar con el delegado. Pasaron cinco minutos y nos despedimos de esa familia. Si me llego a quedar... no sé, pero estoy seguro que muy bien no me hubiera ido.



Vuelta al rancho. Hora y pico de coche escuchando la bronca que me echaba el delegado por lo egoísta y desagradecido que había sido. Me dormí.

A los dos días me vuelven a llamar. Camino de la casa donde me dirigía no hacía más que rogar en silencio que por lo menos la cama tuviese cuatro patas. El resto me daba medio igual. Al llegar a la casa nos esperaban en el jardín los cuatro hermanos. Una chica de 15 años, dos mellizos de 12 y un pequeñajo de 9. Otra vez papeleos, a contarles un poco sobre mí, y a deshacer maletas. Allí, la cama no solo tenía patas sino que mi cuarto tenía una gran ventana desde donde veía el gran jardín de la parte trasera de la casa. Cuarto de baño propio, etc. 

Nos despedimos del delgado y a la cama pronto que al día siguiente había colegio. 

La familia un diez. El pequeño, DJ, era uno de esos ángeles de los que habla Marta Barroso* en uno de sus últimos artículos de ABC. Con él aprendí una gran lección: habrá niños con Síndrome de Down pero, al fin y al cabo, los normales son ellos y los raros somos el resto. Todas las mañanas venía a darme los buenos días con una sonrisa de oreja a oreja. Desayunábamos juntos, nos acompañaba al colegio y luego se marchaba al suyo. Por la tarde, algo de deberes y luego horas y horas de jugar al fútbol. En sus 9 años de vida no había visto nunca un balón de fútbol (en su casa eran más aficionados al baseball y fútbol americano). Le enseñé las normas básicas y, juntos, soñábamos jugando a ser grandes estrellas de las selecciones españolas y norteamericana. A veces, uno de los mellizos nos arbitraba usando el bate de baseball de banderín. 

Quiso aprender español. Le enseñé. Día tras día dando patadas... esta vez al diccionario pero lo aprendió. Un gran número de palabras que solo usaba conmigo. Quiso ser mi amigo. Lo consiguió. Horas juntos. Paseos. Aventuras... Éramos DJ y "Golalo". 

Me convenció para ser voluntario en los Special Olympics de Colorado Springs. Allí conocí a miles de niños como DJ. Allí me di cuenta de que los, mal llamados durante siglos, subnormales, retrasados... no eran ellos, insisto, sino el resto, nosotros. La paz, bondad, alegría que transmiten estos ángeles es raro que lo consiga alguien "normal". Lo que aprendí, lo que viví, lo que conviví durante ese año no lo olvidaré jamás. 



Más de 20 años después sigo en permanente contacto con la familia de DJ. Llamadas de teléfono, correos, cartas... Con DJ también. Con él de distinta forma. A DJ no le puedo escribir ni llamar pero sé que desde el lugar del cielo que le haya tocado ocupar sigue dando esos paseos conmigo mientras me pregunta por el fútbol o por el español. 

Gracias por hacer de un año desastroso uno que jamás olvidaré y que, sin duda, me cambió totalmente. 


* http://abcblogs.abc.es/marta-barroso/2014/07/02/un-cromosoma-extra/


martes, 1 de julio de 2014

Hay 46.507.760 médicos en España

Mi abuelo Luis era médico. Médico de los de carrera de medicina. Pediatra para más señas. Bien, mi abuelo, el pediatra, siempre decía que en España había 40 millones de médicos. Hoy, unos años después de que él dijese aquello, la cifra ha aumentado. Hoy hay 46.507.760 médicos. Eso dice el Instituto Nacional de Estadística en su página web. 23.633.605 son mujeres, o médicas como dicen los cursis progres. Con el resto, ellos, llegamos a la cifra que supera los 46 millones antes citada.

Para ser más exactos, tendría que restarse a los menores de 18 años, pero vamos, que para el caso no importa. Hay médicos para aburrir.

Tenemos los médicos de carrera, como mi abuelo. Son aquellos que por vocación, obligación o cualquier otra razón deciden al terminar el bachillerato matricularse en la facultad de medicina y dedicar el resto de su vida a estudiar para atender como Dios manda al que vaya a ser su paciente. Un paciente que se encontrará en su consulta, en el quirófano, en la escalera de su casa, en el vagón de metro o en el asiento 23J de un avión. El médico es médico desde que se levanta hasta que se acuesta... Incluso hay veces que hasta dormido es médico. Mi agradecimiento hacia todos ellos.

Luego tenemos al médico sin carrera. Aquí caben muchos tipos. Está "la madre sabelotodo" que lleva al niño al pediatra, éste le receta un antiinflamatorio para el dolor de oído de su hijo y al salir coge la receta, la agarra con una mano, cierra esa mano, arruga el papel hasta darle forma cilíndrica y cual Larry Bird lo lanza a la papelera más cercana pensando: "Me va a decir a mí este inútil lo que le tengo que dar o no a mi hijo si como yo, que soy su madre, no le conoce nadie."

Por otro lado está "la abuela". Ella es de la escuela de Hipócrates. Todo lo que tú, como padre, o el médico de cabecera de tus hijos diga, está mal. No solo está mal, está fatal. "Cuando tú eras pequeño y tenías fiebre te dábamos un ungüento que te dejaba nuevo"... "Dale este jarabe casero que nos daba la bisbuela Antonia y unas gotas de anís del mono y verás como se le quita esa tos fea al niño." Uno, que es del siglo XX y parte del XXI se hace el loco y al final ni ungüentos ni jarabes venenosos. Uno, un padre de hoy en día, coge al niño y se va al centro de salud correspondiente a que un profesional vea a su hijo.

Luego nos encontramos con los médicos neo-hippies. Estos son los que, tras leer un artículo en Readers Digest donde hablan de la terapia del ombligo o la psicología oculta del pulgar del pie deciden matricularse en una pseudo escuela de medicina donde, tras seis largas semanas, les darán un diploma con su nombre y apellidos para poder ejercer "la medicina" durante el resto de su vida. Eso sí, previo pago de unos cuantos miles de euros. 

Hace un par de años, por motivos de trabajo, fuimos unos cuantos a Lima. Durante el vuelo, mi compañera de asiento, Eva, leía un libro con muchísima atención. Tan es así que ni comió ni cenó en el vuelo. No tuvo tiempo más que de leer, releer, subrayar... empaparse de ese libro. A mitad de viaje le pregunté, por pura curiosidad, sobre el libro. "Ombligoterapia," me dijo, "estoy haciendo un máster en Ombligoterapia". ¡Coño! Se me ocurrieron cientos de preguntas a las que ella respondió con mucha paciencia. Incluso me invitó a tratar mi dolor de espalda prometiéndome que me lo quitaría desde el ombligo. El resto de compañeros de trabajo, que nos oían hablar, se interesaron y al llegar a Lima nos citó a todos en su habitación. Marta, tomaba apuntes con mucho interés, futura ombligoterapeuta, pensé. A Juan le dolía un tobillo desde hace tiempo. Se lo torció jugando al pádel. Eva le tumbó en la cama, le hizo levantarse la camisa. Le pasó las manos a una distancia de unos milímetros de su cuerpo desde la cabeza hasta el ombligo. Allí paró y comenzó a meterle mano. Le frotó, refrotó, hasta que, unos minutos después, deshizo el movimiento inicial, esta vez, de ombligo a cabeza. Le sacudió las manos alrededor de su cuerpo, como para limpiarle el polvo, o los malos espíritus, y zas... Juan se levantó sin cojera.

Mi turno. Me quito el polo, me tumbo. Empieza a pasarme la mano cerca y al llegar al ombligo me machaca. Lo mismo que a Juan. Al levantarme me preguntó por mis sensaciones. "Bien, yo no te voy a mentir, creo que si lo hago te perjudicaría. Te diré lo que siento en este momento. La verdad. Entré a tu cuarto con dolor de espalda y salgo de él con dolor de espalda y un dolor de tripa que no voy a poder acompañaros en la cena. Gracias de todas formas. Sigue estudiando." Creí necesitar una epidural. Madre mía, qué dolor. 

Entiendo que por distintos motivos necesitemos ocupar nuestro tiempo en hacer cosas. Es estupendo que gente, incluso superando los 50, sigan queriendo estudiar. Pero, por favor, vosotros, los que tenéis ganas de ayudar al prójimo, los que tenéis mente de sanadores y curanderos, dejad que los profesionales nos sigan tratando. No vayáis por la vida repartiendo tarjetas de visita con vuestro nombre precedido de un "Dr." en negrita y un título de DOCTOR EN PSICOLOGIA AMIGDALAR escrito justo debajo. No cuela. Hay otras formas de ayudar. Una en particular. Dejad que los médicos hagan su trabajo. Tanto los de bata blanca como los orientales. Llevan unos cuantos años haciéndolo y parece que no les va nada mal. Las flores, para el jardín... Dejad de hacer potingues con pétalos de rosa pretendiendo hacernos creer que cura el cáncer.

Dicho esto, os dejo que tengo cita en media hora y no llego. Voy a ver si me curan el disgusto de España en este mundial con un buen ron. Esa sí que es medicina de la buena. Chin chin.